sábado, 7 de julio de 2007
Manufacturando la realidad contemporánea
Manufacturando la realidad contemporánea es un texto de RAQUEL PELTA, donde señala que el sistema de consumo actual, basado en la caducidad de los objetos e inserto en una cultura en permanente transformación, necesita una reflexión, y en ésta el diseño se convierte en una herramienta crítica útil. “No es exagerado decir que los diseñadores están comprometidos en nada menos que en la manufactura de la realidad contemporánea. Hoy vivimos y respiramos diseño. Pocas de las experiencias que valoramos en la casa, en el tiempo libre, en la ciudad o en la calle están libres de su toque alquímico. Absorbemos el diseño tan profundamente, que no reconocemos la miríada de caminos en los que nos mueve, engatusa, perturba y excita. Es completamente natural. Así son las cosas”.
Una cita de Rick Poynor, —uno de los críticos de diseño más influyentes de los últimos diez años—, para empezar un breve recorrido por algunas de las ideas que marcan la práctica contemporánea del diseño. Como punto de partida, las palabras de Poynor nos sitúan ante la consciencia de unos diseñadores —que no son todos, también hay que decirlo— para quienes el diseño es algo más que una profesión, pues entienden que cualquier contenido —y por contenido no sólo se refieren al que se encuentra presente en un texto, sino también al que existe en cada objeto— está siempre mediatizado por el diseño en la medida en que nos ayuda a entenderlo, percibirlo o sentirlo.
En un momento en el que la mayoría de los productos que nos rodean, y por lo que se refiere a sus prestaciones, no son demasiado distintos entre sí, sólo su diseño puede hacerlos diferentes ante nuestros ojos de consumidores/usuarios. Ahí estaría, por tanto, el auténtico poder del diseño, un poder que no pasa desapercibido para unos diseñadores que ya no creen que el diseño sea una relación de una sola vía ni un simple servicio al cliente, pues se sienten responsables —conectando así con la vieja teoría social del diseño, aunque ahora renovada en sus objetivos— de crear una “nueva cultura de la contemplación”, como señaló Marcus Field hablando de los diseñadores británicos más avanzados—. Por eso, no es extraño que haya vuelto a salir a la luz el viejo manifiesto del diseñador británico Ken Garland ni que, en 1999, algunos de los diseñadores más notables —tanto por su teoría como por su práctica— de los tiempos recientes firmaran el First Things First Manifesto 2000, en el que hacían patente su resistencia a una visión del diseño comprometida casi exclusivamente con el márketing, el desarrollo de las marcas y la publicidad.
Criticado por su visión utópica, sin embargo, el manifiesto nos situó, ya hace algo más de tres años, ante una toma de posiciones que significa una manera de hacer en la que el diseño se entiende como una forma no sólo de comunicar mensajes, sino también de explorar cuestiones intelectuales, sociales y culturales. Tal vez también por ello, se está produciendo un desplazamiento del producto final por su proceso de realización o, lo que es lo mismo, un número cada vez más significativo de diseñadores jóvenes valoran más el proceso que el resultado final, algo que rompe con la concepción tradicional del diseño para la que el objeto producido de manera industrial y en serie, perfectamente terminado e introducido en el mercado era, precisamente, lo que daba sentido a la profesión del diseñador y lo que permitía diferenciarlo del artista.
Para una nueva generación de diseñadores, surgidos a lo largo de la década de los noventa, el diseño se entiende como un proceso de imaginar, representar y probar, que se repite hasta obtener una respuesta aceptable o satisfactoria. Esto es lo que piensan, por ejemplo, los daneses Ole Lund y Jan Nielsen o el conocido grupo británico Tomato. Así, según los primeros: “puede que el diseño no sea arte, pero es algo a lo que hay que aproximarse con la pasión de un artista, buscando la luz a tientas hasta encontrar lo que está oculto. El diseño es un proceso de conocimiento y creación. Nuestras estrategias y estéticas de creación son un proceso de reflexión pendular y de expresión”.
De acuerdo con los segundos, el proceso se concibe como un viaje: “Se trata de moverse, buscando, implicándose, transformándose. No es un viaje lineal hacia un punto fijo, sino un viaje dentro de un círculo que explora y dibuja un mapa con las posibilidades que surgen en el camino. Nosotros estamos aquí, no estamos todavía allí o ahí: esto es lo que es, ¿a dónde vamos? Desde este momento al próximo, desde el centro a la periferia y volver adonde empezamos y de nuevo, otra vez, encontrando, recordando, mostrando, encontrando… El proceso permanece vivo. Nos hace humanos, pensando, actuando, pensando de nuevo, aceptando o rechazando. Necesitamos aplicar nuestras ideas a nuestros métodos. Somos personas, la idea es el proceso, el acto es el proceso”.
Y en ese viaje al que se refieren Tomato, el trabajo se entiende como un mapa en construcción que toma forma a medida que se avanza en él. Pero este mapa es abierto, reversible, susceptible de constante modificación, y puede concebirse como una obra de arte construida como una acción política o como una reflexión; no se limita a copiar el territorio, sino que intenta crear una nueva realidad dando lugar a un mapa, concreto o abstracto que, a su vez, se anula a sí mismo, sugiriendo otro mapa. De tal manera que —como ya sucedió en el arte conceptual— el trabajo es acto/idea, proceso en sí mismo, y los procedimientos empleados son, de hecho, el reconocimiento de ese proceso.
Y esa idea de que el trabajo —el objeto, la pieza de comunicación, etc. — es la evidencia del proceso (el proceso del proceso) que se revela en sí mismo e informa sobre los procesos que lo acompañan está dando lugar a artefactos donde pueden seguirse los diversos estadios por los que ese objeto ha ido pasando hasta concretarse. Por eso en estos momentos —y siempre hablando de un diseño que no circula habitualmente dentro de un mercado de masas— podemos encontrarnos con productos que muestran los diversos pasos que se han dado para construirlos, incluyendo errores e indecisiones. El objeto ya no existe por sí mismo, sino siempre en referencia al acto de hacerlo y siempre informado por el contexto cultural y filosófico en el que ha sido creado. Es un objeto en el que se quiere reflejar la memoria de la batalla creativa de quien lo ha proyectado, mostrando lo que está en la mente humana y fuera de su control. Y en tal batalla creativa se ha producido además la confrontación entre lo propio, lo personal y lo ajeno, el mundo exterior; una confrontación que en el diseño es difícil de resolver, porque esta disciplina siempre se ha visto determinada por la existencia de un usuario final y de un proceso tecnológico imprescindible para la producción industrial que significaba la desaparición de la voz del diseñador. Era esto, también, lo que ha caracterizado al diseño y ha servido para diferenciarlo del arte o de la artesanía. Y es ahí donde entra la reflexión sobre los límites y la ruptura con ellos que forma parte de las preocupaciones de una generación de diseñadores que se cuestionan sobre la neutralidad de su presencia y sobre su papel como autores, ya que consideran que es imposible no tener un punto de vista personal cuando, precisamente y además, son muchos los clientes que compran una visión particular, incluso con nombres y apellidos, para su producto o servicio.
Pero volvamos a la concepción procesual del diseño, ya que desde esa perspectiva el resultado son artefactos en cuya forma se percibe todo ese proceso, objetos en los que se intenta incluir la experiencia proyectual, pero también la del futuro usuario. En ellos se exalta el momento, algo que se concreta en imágenes y objetos que se muestran en estado de transición, transmitiendo al lector-espectador-usuario una sensación de que lo que está viendo o utilizando posiblemente ya no será igual la próxima vez, porque es un producto que no está definitivamente resuelto, dado que demanda la intervención de ese usuario para completarse.
Y, frente a un diseño basado en la excelencia de los materiales, se recurre a materias primas pobres, sencillas, ecológicas, reciclables y recicladas, que van tomando forma a medida que se usan. Se busca la interactividad porque se desea que el usuario retome el proceso abierto y lo continúe con su acción dando vida a unos artefactos que no desean celebrar la técnica ni la tecnología, sino plantear preguntas, aunque no cualquier pregunta, no el ¿cómo lo haces?, sino ¿cómo te sientes?
Hay quienes han percibido en todas estas ideas un síntoma de falta de profesionalidad, la justificación del “todo vale” o una visión demasiado romántica, pero, en un momento en el que la tecnología permite acabados perfectos, es la manifestación de una voluntad y una postura ante una situación que para muchos diseñadores es crítica no sólo en el campo del diseño, sino también en el de la sociedad y la cultura.
Ante un mundo donde todo es comercializable y comercializado, algunos diseñadores tratan de resolver la tensión entre una producción ilimitada de objetos, la mayoría de las veces innecesarios, los problemas ecológicos que ello plantea y su tradicional papel social como mediadores entre el usuario y la tecnología.
Por eso, adoptan una posición que es consecuencia, posiblemente, de un punto de vista crítico iniciado ya en la década de los noventa, cuando diseñadores como Tibor Kalman o Karrie Jacobs subrayaron que la gente ya no compra los objetos por su funcionalidad, sino para definir lo que cada uno es, pues para algunas personas esos artefactos suponen su marco ideológico completo, una especie de filosofía o de religión. En un mundo dominado por las grandes empresas, para Kalman y Jacobs el diseñador está obligado a luchar por el equilibrio entre la cultura corporativa y la cultura real, y es ahí donde puede tener algo que decir pues el diseño impregna esta última, ya que se encuentra en cualquier parte.
Y porque está en todas partes y puede ejercer influencia en la cultura, debería tener algo menos de estilo y algo más de contenido. En el sistema actual de objetos, y siempre desde el punto de vista de los nuevos diseñadores, sería la única manera de que estos alcanzaran un significado y tuvieran un valor dentro de unas relaciones de intercambio que durante mucho tiempo se ha resuelto mayoritariamente en términos de una productividad que demandaba estilo. Si el diseñador quiere incidir en la cultura, entonces debe adentrarse en el interior de las cosas, ir a los procesos, que es donde se contiene el significado y el valor.
En una sociedad donde sólo importan los resultados finales, reivindicar aquello que no se vende —los bocetos, las maquetas… lo no concluido— significa una manera alternativa de concebir un diseño que está tratando de liberarse —al menos en gran parte— de su talante meramente mercantil, como ya intentó hacerlo el arte hace varias décadas. Estas ideas pueden ser discutibles, pero en todo caso el sistema actual, basado en la obsolescencia de los objetos dentro de una sociedad y una cultura que se transforman continuamente, precisa de una reflexión, y esta manera de concebir el diseño se configura como una herramienta crítica útil.
Y si empecé este texto con una cita, me gustaría cerrarlo con otra de Gillian Crampton que resume bien la que podría ser la tarea de los diseñadores no sólo en estos momentos, sino también en el futuro: “Queda para los diseñadores abogar por el significado sobre la función; por las personas sobre la tecnología”.
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RAQUEL PELTA es historiadora y especialista en diseño y comunicación.
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