El hecho de que no sepamos lo que es la felicidad, aparte de entrañar la indulgencia del destino al dejarnos vivir, entraña también la tentación de tratar el problema de forma más dura: prohibiendo la felicidad o decretándola.
La prohibición de la felicidad se justifica por el temor racional de que, si no fuera prohibida, su consecución haría a quien la ganase salirse de la fila en la alianza llamada sociedad, que al menos pretende —y tiene que hacerlo para preservarse a sí misma— que ella procura la mayor felicidad al mayor número. Nadie puede volverse feliz antes de tiempo, a fin de que todos puedan volverse felices y el feliz, o solo aparentemente feliz, no haga olvidar a los otros lo que les aguarda aún por obtener y les aliente al trabajo colectivo.
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Hans Blumenberg: La inquietud que atraviesa el río, Península, Barcelona, 1992, p. 169.
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